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Narración de una visita oficial a Guatemala, viniendo de México, en 1825. George Alexander Thompson.

Autor: Rodrigo Fernández Ordóñez

-I- La llegada a la capital

Hermoso escudo del Estado de Guatemala dentro de la República Federal de Centro América, creada en la Constitución de 1824. (Fuente: @historia_ca en X).

La llegada a la capital guatemalteca está, para Thompson, llena de expectativas. Tomemos en cuenta que hasta tan solo un par de años, la República Federal de Centro América había sido parte integral de las posesiones españolas en América. Thompson apunta: «(…) a medida que nos íbamos acercando sentía a cada paso nuevos alientos y nuevas fuerzas. Lo que yo había ambicionado en todos los momentos de reflexión de que pude disponer en México, estaba a punto de realizarse. Pronto iba a entrar en la capital de un país, no sólo ignorado de los europeos, sino también muy poco conocido de los mismos suramericanos…». Tiene esta expectativa algo del explorador que se adentra en las zonas marcadas en los mapas como «territorio desconocido».

Para comprender completamente el tono de las notas de Thompson debemos recordar que Guatemala, en concreto la provincia de Guatemala como parte del reino de Guatemala primero, o como Estado federado después, vivió siempre de espaldas al mundo, con muy pocos momentos u oportunidades de comunicarse con el mundo exterior. Los amplios litorales pacífico y atlántico eran considerados zonas malsanas, habitadas por mosquitos cargados de ponzoña y animales salvajes, que a la primera oportunidad se lanzaban en contra del hombre para devorarlo. Para quien pasara navegando por estas costas, la espesa selva que llegaba hasta tocar las aguas denunciaba la ausencia total del hombre. Solo mundo salvaje, poco amable para incitar al viajero a desembarcar y establecerse en esas soledades. 

Así que hay motivos suficientes para que Thompson se sintiera emocionado de entrar a un país protegido por naturaleza inhóspita, haciendo las veces de foso de defensa. Superadas las malsanas costas, el viajero se encontraba con la mirada desconsoladora de macizos montañosos, que a su vez eran una suerte de murallas que protegían al corazón del país, asentado en un altiplano central al que era difícil llegar. Pero el viajero no llega a ciegas a tan remota esquina del continente. Tiene contactos, como el señor Juan de Mayorga, quien incluso le tiene preparada una agenda para que el inglés arribe al país. 

Entra al Valle de la Ermita, o de la Virgen, o de las Vacas, por el suroriente, por la actual ruta que abraza la llamada «Carretera a El Salvador»1. En ese entonces, siguiendo el Camino Real, la primera zona habitada por la que pasa es la población de Fraijanes, a la que describe asentada en la cumbre de un cerro escarpado. En los alrededores de la población el viajero ubica una hacienda llamada Los Arcos. A partir de Fraijanes, el paisaje ya se va poblando de señales de vida y actividad. Apunta el viajero: «Al acercarnos más a la capital, pasamos por delante de algunas quintas pequeñas, con jardines y rodeadas de tapiecitas, en que había tierras cultivadas de cochinilla. Eran cerca de las cuatro de la tarde, el aire estaba fresco y fragante, pareciéndose el clima al de Inglaterra en un claro día de principios de junio…». Podemos apreciar que al viajero no se le olvida el lector al que va dirigido su recuento, el lector inglés, al que debe explicarle, de la forma más tangible posible, el ambiente por el que viaja en un remoto país. Por eso no son escasas las referencias a su natal Inglaterra, algunas veces para resaltar las similitudes de los paisajes y otras para señalar las diferencias.

El camino subía unas veces y bajaba otras; el césped verde y tierno parecía brotar debajo de nuestros pies a medida que avanzábamos. Al frente estaba la ciudad con sus cúpulas y campanarios que brillaban al sol. Parecía más grande de lo que realmente es, por el esparcimiento de la sombra entre los follajes de los hermosos árboles que por todas partes le cortaban y rodeaban. A la derecha había arboledas de sombra, laderas cultivadas y colinas que se alzaban unas sobre otras en tamaño progresivo, hasta llegar a formar sus cimas, por decirlo así, la base de la faja de color gris pálido que marcaba los lejanos perfiles de los Andes. A mano izquierda el país se extendía en una serie de altiplanicies y valles, formados por atrevidas ondulaciones, terminando en las tres montañas cubiertas de follajes hasta la cúspide, que parecían guerreros gigantes, erguidos sobre la multitud de pigmeos que los rodeaban. La vista era tan bella y tan interesante que me quedé atrás y me detuve para contemplarla solo y a mis anchas…

Es a todas luces, un viajero abierto y optimista, decidido a dejarse sorprender buenamente por los paisajes humanos y naturales que le salen al camino. En su relato encontramos pocas, si no nulas, oportunidades de censura o comentarios negativos. Thompson deja ver que es un hombre culto, inteligente y cosmopolita, lo que hace que su relato esté ausente del prejuicio o el fanatismo desarrollista de sus europeos contemporáneos. Su mirada es benévola. 

Hermosa fotografía incluida en el libro de Anne Maudslay, A Glimpse at Guatemala. Aunque es de 1890, aún puede ilustrar las condiciones de viaje de aquellos viajeros que se aventuraron a conocer Guatemala a lomo de monturas, como Thompson. En la imagen, el camino que baja del Valle de la Ermita hacia el lago de Amatitlán.

Como el país no estaba acostumbrado a recibir visitantes, el asunto de conseguir hospedaje era una tarea complicada. En el caso de Thompson, decidió aceptar la oferta de una familia local para recibirlo en su propia casa, puesto que conseguir un lugar propio para quedarse podía ser cosa cara y difícil. Apunta que una casa se le ofrecía para alquiler, pero era preciso abonar $6000 como depósito, que le serían devueltos al momento en que otro inquilino ocupara la casa en su lugar, transacción que en ese entonces se llamaba «traspaso». La cantidad en la época habría sido considerable, pues el diplomático renuncia a la idea y se inclina por hospedarse en la casa de un vecino, luego de recibir un amable ofrecimiento de quedarse con ellos. Él tuvo suerte, como bien lo señala el autor, pero no todos corrían con esa ventura, pues: «El cónsul de los Estados Unidos de Norte América, el cual había llegado dos meses antes, no fue tan afortunado como yo. No había en la ciudad ni una hostería ni un mesón. Se encontraba sentado en la plaza mayor con su equipaje cuando le fue ofrecida la hospitalidad de un mercader del país, un caballero respetable de apellido Castro que lo vio en aquella situación…». Como se puede apreciar en este episodio, la población no estaba acostumbrada a la visita de gente extranjera, que estuviera de paso, y aun menos lista para hospedarlos.

-II- Las visitas oficiales

Una vez solucionado el tema de la vivienda, Thompson pudo ponerse manos a la obra, para cumplir con la misión que se le había encomendado, que era: «Hacer una investigación sobre el estado de su gobierno político y el carácter del pueblo; sus recursos financieros, militares, comerciales y territoriales; el número de habitantes, el de sus poblaciones y la riqueza de éstas; sus principales medios de comunicación internos y externos (…) debiendo yo dar un informe sobre estos puntos y los demás acerca de los cuales me fuera posible obtener datos relativos a Guatemala y que tuviesen interés para el gobierno de Su Majestad…».

El día 18 de mayo de 1825 se reunió con don Marcial Zebadúa, quien para entonces se desempeñaba como ministro de Relaciones Exteriores, después de haber vivido dos años en Inglaterra. En su compañía fueron a visitar al presidente federal, general Manuel José Arce, quien, al parecer, por las palabras de agradecimiento con que lo describe Thompson, lo recibió con todas las atenciones dignas de un diplomático, lo que dice mucho del carácter de Arce, quien sabía manejarse en el mundo de la política. Thompson conoce en esa ocasión al señor Baily, corresponsal de la firma inglesa Barclay & Co., y quien lo presentó más tarde, pero ese mismo día, con el Marqués de Aycinena.

Al día siguiente Baily lo llevó al Congreso federal, que entonces ocupaba el edificio de la Universidad de San Carlos, que actualmente alberga al museo universitario, sobre la novena avenida del Centro Histórico. De esa visita, en la que conoció a varios diputados, le llamó la atención que muchos tenían buen aspecto y «bien vestidos a la moda inglesa». Conoció también ese día el edificio de la aduana, donde fue recibido por don Nicolás Rivera, quien era al momento el administrador de la aduana central. Por su interés recojo la descripción del edificio, que ocupaba la parte occidental de la cuadra de lo que hoy es el Portal del Comercio, de cara a la plaza mayor:

La aduana es un gran edificio cuadrado, con sótanos para el depósito de las mercaderías. El patio estaba lleno de fardos de cochinilla, índigo, cueros y otros artículos. En el comercio de aquella pequeña República había una solidez y una actividad evidentes que daban gratas esperanzas acerca de su aumento, o, como dicen los franceses, de su destino futuro. En la larga habitación, si es que así puedo llamarla, solo estaban seis funcionarios, todos activamente ocupados (…) y podía haber igual número en otras partes del establecimiento… 

Al día siguiente de estas visitas, el diplomático británico recibió una invitación del arzobispo Casaus y Torres para hospedarse en el palacio arzobispal, que todavía existe adosado a un costado de la catedral metropolitana y que da testimonio aún de su belleza y comodidad. Llama la atención que Thompson declina la oferta de residir allí, no obstante que habrá sido uno de los edificios más cómodos de toda la capital. Tal vez la compañía y el ambiente religioso no fuera lo que el viajero ambicionaba para su viaje y por lo tanto rechazó amablemente la invitación. No obstante, se decidió a visitar al arzobispo para agradecerle personalmente la muestra de amabilidad, lo que fue aprovechado por el religioso para mostrarle la comodidad de los aposentos del palacio: «Los recorrí con él. Eran hermosos y cómodos; pero yo creí deber rehusar otra vez su amable ofrecimiento. Sin embargo, para decir verdad, me fue muy difícil…».

Como no todo en la vida es trabajo, y Thompson lo sabía muy bien, decidió aceptar la invitación de la señora Vicenta Cuéllar y Rascón, quien lo hospedaba en su casa, presumiblemente para abundar sus ingresos. La invitación consistía en acompañarla a ella y a su hija, María Jesús, a un viaje hacia el lago de Amatitlán, destino que era común de los habitantes de la capital por su clima un poco más seco y cálido que el que domina al valle. Al final se les sumó otro huésped, oriundo de Ahuachapán, Estado de San Salvador, don José de Padilla. Todos se prepararon para el viaje: la hija montó una mula, el testigo un caballo, pero doña Vicenta fue llevada «en una hamaca colgada de una fuerte vara sostenida por cuatro indios, yendo otros cuatro para remudarlos. En otro vehículo igual iba D. José de Padilla. Luego venían tres o cuatro criados, montados en jacas o en mulas, y algunas acémilas con camas, utensilios de cocina, baúles, comestibles y otros requisitos…». Partieron pues, en compañía de otros grupos similares, hacia el sur, haciendo una primera escala en un pequeño poblado, llamado Villa Nueva, donde hicieron alto para descansar.

1 Para ubicar fácilmente al lector sobre las antiguas ubicaciones, interrumpiremos el viaje al pasado para darle las referencias actuales y que le sea más comprensible el paisaje, pese a los cambios que se hayan sucedido en el tiempo.