Breve memoria de la vida de James Wilson durante su residencia en Guatemala en 1825 (IV).
Autor: Rodrigo Fernández Ordoñez
-I- En Guatemala
Tras remontar la montaña del Mico, desde la aldea de Izabal, a orillas del lago homónimo, el viajero escocés pasó por un caserío, llamado Los Encuentros, y después por una aldea llamada La Iguana, para llegar finalmente a la población de Gualán, en el actual departamento de Zacapa. En Gualán, Wilson debe afrontar un motín de sus arrieros, que se niegan a continuar el viaje hasta la ciudad de Guatemala. El alcalde intenta intervenir, pero la situación se agrava y Wilson queda varado en el pueblo, donde hace un calor que lo lleva a la desesperación: «Nos sentimos muy incómodos, el calor es excesivo, 93° en la sombra; no podemos hacer nada más que echarnos y jadear por la falta de aliento. Todos estamos muy débiles y con un grado de fiebre…».
No obstante, a pesar del intenso calor, en el que los extranjeros parecen asarse a fuego lento, Wilson tiene comentarios positivos sobre el lugar, el que le parece muy limpio y ordenado; destaca la belleza sobria de la iglesia de la población y la solidez de sus casas. Finalmente, dos días después, llegan arrieros con sus mulas, desde la población de Zacapa, para poder continuar el viaje; pasan por San Pablo, donde hacen un alto para aliviarse ante el intenso calor del mediodía, y llegan a Zacapa en las últimas horas de la tarde. Allí, la lluvia los refresca por fin. Vuelven a salir de la población a las cuatro de la mañana, tratando de avanzar lo más posible para evitar el calor sofocante; sin embargo, a las pocas horas, apunta Wilson: «… después de caminar un poco me sentí mal, pero no dije nada, pensando qué pasaría, pero en lo que vadeábamos un río un poco más adelante comencé a temblar, además de sentirme mal, a tal grado que tuve miedo de que hubiera podido caer en el agua. Al llegar a la otra orilla tuve que desmontar, envolverme en mi capa y acostarme en la tierra. Pronto me recuperé hasta poderme volver a subir de nuevo a la cabalgadura…».
Para el viajero moderno es muy difícil entender las tribulaciones que debía enfrentar cualquier persona que iniciaba un viaje así en años en que todavía no se podría contar con el vapor con fuerza motriz. A lomo de mula o de caballo, en sitios inhóspitos, nada preparados para amortiguarle al viajero los rigores de la ruta, la fatiga debió haber sido brutal, venciendo al más joven y derrotando al más fuerte. Durante el siglo XIX, Guatemala fue un país que puso a prueba la resistencia de los viajeros más tozudos, derrotando a muchos y dejando maltrechos a otros. Pocas instalaciones adecuadas para el reposo y la comida, caminos apenas cortados a machete o a piocha, entre montañas y bosques, complicaban la movilización. No debe sorprender entonces que los viajeros, conversando con muchos locales, los mismos les comentaran que durante su vida apenas se habían alejado unos kilómetros a la redonda de sus pueblos de origen, y desconocían el resto del país. En consecuencia, Guatemala seguía siendo para ellos un país ensimismado y desconfiado de los extranjeros.
En sus observaciones del viaje, James Wilson resalta la pobreza reinante aquí entonces, pero se asombra de la generosidad de sus habitantes, que, pese a tantas limitaciones, encuentran la forma de compartir su escasa comida para agradar al visitante, al que incluso le insistían en que se quedara con ellos y lo hospedaban lo mejor posible.
El viaje continúa hacia Chimalapa, una pequeña aldea de descanso, que mencionan casi todos los viajeros que pasaron por Guatemala durante el siglo XIX, continuando su camino a Guastatoya, entonces otra pequeña aldea a la orilla de un río que la hacía atractiva para cualquiera que pasara por ella. La ruta siguió hasta una población llamada Omoita, luego hasta Agua Caliente, sede de unos riachuelos de aguas termales. Pasaron también por San José del Golfo, donde descansaron y debieron esperar el tren de mulas. Sobre su último tramo del viaje, apunta Wilson: «23 de mayo. Salimos de los Navajos a las 7:00 a. m. y llegamos a Guatemala como a las doce del mediodía. El día era muy poco favorable para tener una buena vista de la ciudad, pero la vista antes de bajar de las montañas a una hermosa y extensa llanura en la que está situada es muy imponente. Todo el día llovió pesadamente, lo que nos dio una muestra, aunque débil, de lo que deben ser los caminos en la estación de lluvias. Nos alojamos en la hermosa mansión de don ___».
-II- La capital de la república
Una vez instalado en la ciudad de Guatemala, James Wilson empezó las diligencias que le correspondían como representante de la casa comercial inglesa que lo había enviado aquí. De mano del señor Skinnner, fue llevado ante la presencia del entonces presidente de la república federal, general Manuel José Arce, quien le causó una buena impresión al escocés, ya que lo describió como «un hombre galán que tiene la apariencia de estar en mal estado de salud; tiene un rostro pensativo y benigno…», aspecto que no era para menos, pues Arce sufría de la activa e intransigente oposición de los hermanos Barrundia, cabezas visibles del partido liberal, que terminaron por romper la armonía del Estado federal. Después de la visita presidencial, el visitante fue introducido en el mundo comercial guatemalteco: «… fuimos presentados a un número de los comerciantes principales. Sus almacenes y tiendas eran ordenados, limpios, cómodos y arreglados con algún grado de gusto. La temperatura es agradable, siendo un buen promedio entre lo caliente y lo frío…».
En términos generales, la Nueva Guatemala de la Asunción le causa una buena impresión a nuestro aventurero, quien aprovecha la suavidad del clima para pasearse por las calles de la ciudad, a las que describe como bien pavimentadas y aceptablemente limpias. Resalta en sus apuntes las casas macizas y bajas, con pocos signos de vida hacia afuera de sus muros, y la elegancia de las iglesias. Durante sus paseos, la lluvia es su compañera constante. En una de esas caminatas toma nota de un evento que pareciera trasladarnos al medioevo: «27 de mayo. Me sorprendió ver a todo el mundo arrodillarse; al preguntar se nos informó que una campana que oímos tañer era una señal de que era hora de oración y que los habitantes, dondequiera que estuvieran al escuchar la señal, se arrodillan por unos minutos…». Tratándose de un observador extranjero y protestante, este detalle debió parecerle el colmo del exotismo.
Su residencia en la ciudad de Guatemala resulta interesante para el lector, pues le regala un retrato de casi dos siglos de antigüedad, que en la imaginación permite reconstruir la vida de esos años. Los paseos por Jocotenango, para matar el tiempo, o el limitado acceso a los libros, son temas que ocupan buenos párrafos en el recuento de Wilson. A propósito de la censura religiosa imperante, aun en el ámbito de la República Federal, de tendencia liberal, se hace sentir en el texto: «La caja de libros de Mr.____ había sido retenida a fin de que pudieran ser examinados respecto a la naturaleza de su contenido. La recibió de vuelta ayer, faltándole unos folletos religiosos, ya que se juzgó necesario que sufriesen una examinación más cuidadosa respecto a sus contenidos…». Este curioso incidente nos hace recordar la frase de García Márquez que afirmaba que la única diferencia entre los miembros del partido conservador y del partido liberal en Latinoamérica era la hora a la que iban a misa.
El incidente de la censura de libros nos hace recordar también la explicación que sobre la ideología liberal en Guatemala hacía el inolvidable maestro Ramiro Ordóñez Jonama, quien afirmaba que sus ideas: «… eran una mezcolanza de catolicismo romano, liberalismo inglés y enciclopedismo francés. Se vivía en pos de la paz, la moral cristiana, la felicidad familiar, la libertad de locomoción, la tecnología que mejorara la agricultura y la industria, la libertad electoral, la libertad de producir, intercambiar y consumir, y una prudente libertad de emisión del pensamiento…»; es decir, que consistía en un ideario político ecléctico y, sobre todo, adaptado a la realidad social y económica de la recién nacida república.
A pesar de que Wilson es un hijo de la Reforma y de que a veces roza la intolerancia en sus comentarios hacia la fe católica imperante en el país que visita, siempre encuentra la forma de suavizar sus impresiones y se torna comprensivo y, sobre todo, siempre dispuesto a discutir las cuestiones de fe de forma respetuosa. Esta posición de formal respeto le abre las puertas de muchas casas particulares que lo reciben de forma entusiasta e interesada, e incluso del arzobispo, quien lo recibe en el palacio arzobispal. Al salir de una breve visita se pasea por la catedral: «La catedral es un edificio noble; yo poco habría anticipado ver un edificio tal en esta parte del mundo; la belleza y la riqueza en su interior sobrepasa por mucho mis débiles facultades de descripción…». Como no podía ser de otra forma en el seno de una sociedad profundamente religiosa, como era la guatemalteca del siglo XIX, muchos de sus paseos o visitas son a los diferentes templos y conventos religiosos que había en la ciudad, donde las descripciones siempre resaltan la armonía y la belleza de dichos edificios.
Pero Wilson es también un visitante crítico, a quien no se le escapan las grietas de ese hermoso paisaje tropical por el que se pasea. De visita con uno de los líderes políticos del país, recuerda luego en su diario: «… esta circunstancia condujo a algunos comentarios sobre el estado de la educación en el país; nos dijo que había un colegio para la educación de jóvenes, pero tan mal dirigido que los padres, cuando podían escoger, preferían instruir ellos mismos a sus hijos que mandarlos al colegio. Las mujeres estaban todavía en condiciones aún peores…». Como dice el Libro del Eclesiastés, «no hay nada nuevo bajo el sol», el sistema educativo siempre ha estado descuidado, rozando el drama, en este país que olvida constantemente cultivar y cuidar la mente de sus ciudadanos.
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