Aviso importante: Las ideas u opiniones expresadas en este artículo son responsabilidad exclusiva del autor y no reflejan necesariamente la postura de la Universidad Francisco Marroquín.
Captura de Pantalla 2025-03-07 a la(s) 12.31.31

El vicio como delito y la virtud obligatoria: una crítica a la libertad positiva.

Autor: Renzo Caccin

Estudiante de Ciencia Política

«¿Quién se atrevería a afirmar que el don de la fuerza nos fue dado no para defender nuestros derechos, sino para aniquilar los derechos iguales de nuestros hermanos?» (Bastiat 2003, 10).

La virtud se traduce en un recto actuar cuando existe la posibilidad de obrar en sentido contrario, pues el cimiento de esta es la libertad de anteponerla al vicio, como denominamos aquel acto que consideramos moralmente malo. La libertad, entonces, es el requisito previo a la virtud, el medio para acometerla (Spooner 2015); en ausencia de ella, la virtud es inexistente, debido a que no nace como elección del ente que actúa, sino probablemente como una obligación de un ente regulador del comportamiento. Delegar esta facultad de elección entre acción viciosa o virtuosa a un ente regulador del comportamiento —como el Estado— transforma lo bueno en obligatorio y lo malo en ilegal, enajenándonos de nuestro deber como individuos de tener que escoger la virtud sobre el vicio. En este caso solemos evitar el vicio por el castigo que conlleva y no por una predisposición moral interna.

Este ha sido nuestro gran error: hemos confundido la naturaleza del ente que debe ser virtuoso. Hemos delegado al Estado la facultad de volver a la virtud una obligación, intentando evitar el vicio mediante el castigo de crímenes sin víctimas —como el consumo de estupefacientes, la prostitución y la eutanasia—; así como imponiéndola en una especie de expoliación redistributiva. Sencillo sería culpar al Estado de ello, representante del orden como antagónico a la libertad, porque, al fin y al cabo, es quien ejerce el despotismo. No obstante, sorprende ver a las masas aplaudiendo al unísono este tipo de legislaciones, escondiendo su intolerancia moralista bajo el pretexto de cuidarnos de nosotros mismos, quienes, de algún modo, podemos ser nuestros propios victimarios. Escohotado (2015) encontraba dos enemigos de la libertad: el miedo a nosotros mismos y el miedo a los otros. El miedo a uno mismo se refiere al peso que siente el individuo al enfrentarse al abismo de ser responsable de sus acciones, abismo que, lejos de enfrentarse, se delega a un legislador omnipotente que nos protege de nosotros mismos. Esta debilidad de espíritu necesita una figura paternalista que nos trate como niños inmaduros, tal como lo hace el estado de bienestar. Junto con este miedo a uno mismo, encontramos una actitud despótica hacia las acciones del prójimo: el miedo a nosotros mismos se torna una desconfiada intolerancia hacia la libertad del otro. Es decir: el abismo de la responsabilidad se retroalimenta de una desconfianza hacia las acciones de los demás, escondiéndose en el disfraz de saber qué es lo mejor para el otro —a pesar del otro—, aunque eso conlleve el uso de la violencia como medio para regular el comportamiento. A partir de estos dos sentimientos de miedo, se justifican todo tipo de intromisiones estatales sobre la vida, la libertad y la propiedad de los individuos.

De este modo, «la organización colectiva del derecho individual a la legítima defensa» (Bastiat 2003, 10) se convirtió en la organización colectiva de la virtud obligatoria. Lo malo se transformó en ilegal y cometerlo conlleva una condena que utiliza la fuerza física para cometerse. A su vez, lo bueno —o lo que un legislador considera bueno— se transformó en obligatorio y no cometerlo conlleva una pena por evasión de impuestos. La ley perdió su función de proteger, para adquirir la de proscribir. Es decir, lo que alguna vez nació como garantía de nuestros derechos, lo hemos convertido en un instrumento de opresión de los mismos. En este contexto «ya no hace falta que los hombres consulten, comparen, prevean. La ley hará esas cosas por ellos. La inteligencia del hombre se convierte en un mueble inútil. El hombre deja de ser hombre. Pierde su personalidad, su libertad, su propiedad» (Bastiat 2003, 32). Es decir: quitándonos la libertad de escoger los vicios, junto con la obligatoriedad de la virtud, también eliminan el mérito moral de escoger el recto actuar. En otras palabras, nos enajenan de nuestra potencial virtud, atribuyéndosela a un ente regulador del comportamiento, en vez del sujeto que actúa, que se debe conformar con el calificativo de buen ciudadano. Esta, al fin y al cabo, es una de las fatales consecuencias de optar por la vía de la libertad positiva, de una ley que regule cada uno de los aspectos de nuestra vida, atribuyéndonos el carácter de sujetos incapaces de ser soberanos de nuestra propia persona. Somos soberanos y nuestra vida vale más que la supervivencia de cualquier Estado o sociedad.

 

Referencias

Bastiat, Claude Frédéric. 2003. La ley. Guatemala: Centro de Estudios Económico-Sociales.

Escohotado, Antonio. 2015. Frente al miedo. España: Página Indómita.

Spooner, Lysander. 2015. Los vicios no son delitos. Argentina: Grupo Unión Editorial.