Narración de una visita oficial a Guatemala, viniendo de México, en 1825. George Alexander Thompson (IV).
Autor: Rodrigo Fernández Ordoñez
-I- La concienzuda documentación
Alexander Thompson hace su trabajo a conciencia. Le toma el pulso a la situación política y económica del país, pero también es un hombre que complementa sus observaciones con visitas y entrevistas oficiales, tratando de recabar la mayor cantidad de información que sustente sus posteriores notas de comunicación oficiales.
De esta cuenta, la documentación es recabada también concienzudamente. En sus notas apunta, por ejemplo: «Conseguí cuatro mapas del lago de Nicaragua y del río San Juan. Encontré que dos eran muy inexactos; pero uno de ellos contenía el mejor plano del puerto de San Juan y otro los datos más fidedignos sobre las poblaciones y el territorio situados al Occidente del Lago…». Recordemos que una de las misiones del diplomático era establecer si era viable o no la construcción de un canal interoceánico en Nicaragua, que uniera al Atlántico con el Pacífico. En esa nota incluye la noticia de que el Congreso Federal le permitió copiar un mapa, que le parecía el más confiable y «… un índice de las cotas de los niveles tomados entre el margen occidental del lago y el del Mar del Sur, que resuelve la cuestión de las respectivas alturas de las aguas que pretende poner en comunicación. Demuestra que el lago está a cuatro varas españolas y una fracción sobre el nivel del Mar del Sur…».
No podemos sino maravillarnos de las habilidades de Thompson, que lo llevan incluso a poder copiar mapas para remitirlos a su gobierno. También nos asombra que la información que consigue sea tan detallada, pues el tema de las cotas hubiera salvado muy probablemente a Lesseps de la quiebra, cuando décadas después asumiera el reto de la construcción del canal en la vecina Panamá, ya que el canal planificado por él era a nivel, asumiendo que los dos océanos se encontraban a la misma altura, error que le saldría muy caro al famoso ingeniero francés.
-II- La visita a José del Valle
Thompson nos regala verdaderas joyas informativas. Una de ellas es un relato más o menos detallado de la visita que le hizo a uno de los más grandes intelectuales de América por esos años: José del Valle, de quien apunta, y por la escasez de la obra me permito citar ampliamente:
Sábado, 5. Estuve de nuevo en casa de Valle. Lo encontré sentado en un sofá que ocupaba todo el ancho de la extremidad de un salón, conversando con tres o cuatro señores que habían ido a visitarle. Entre ellos estaban dos ingleses: uno era Mr. John Hines, que había venido a proponer un empréstito de parte de los señores Simmonds, y dos franceses. Después de que se fueron me hizo pasar a una pequeña biblioteca tan atestada de libros, no sólo a lo largo de las paredes, sino también amontonados en el piso, que con dificultad pudimos abrirnos paso. Valle se sentó ante una mesita de escribir, profusamente cubierta también de manuscritos y papeles impresos, de los cuales escogió algunos documentos que había estado formulando o reuniendo para mí con un celo, un empeño y un placer avivados por su carácter entusiasta. Entre ellos había un informe detallado sobre las rentas públicas, antes y después de la revolución, las bases de la Constitución, el plan de una factoría de tabacos en Gualán y otro para colonizar con extranjeros el territorio limítrofe del puerto y río de San Juan en Nicaragua. Estaba rodeado de todo lo que delata la manía de los que escriben: pruebas de imprenta, hacinamientos de manuscritos, libros en folio, en cuarto y en octavo, abiertos o señalados con tiras de papel anotadas, esparcidos con profusión sobre la mesa. Parecía tener un apetito intelectual desordenado. Me dio papel tras papel y documento tras documento, hasta quedar yo saciado con sólo mirarlos. Eran más de los que yo podía digerir como se debe, aun quedándome en el país doble tiempo del que me proponía estar en él. Sin embargo, me llevé todos los que pude y él tuvo la bondad de enviarme el resto. Presumo que nuestros trabajos en colaboración, relativos a los puntos a que iban especialmente enderezadas mis investigaciones fueron los preliminares de la amistad que con tanta vehemencia empezó y desde entonces ha existido entre aquel Cicerón andino y una persona tan humilde como yo. Creo que mucho contribuyó a ella, de parte él, el obsequio que le hice de un ejemplar de mi «Diccionario Americano» que por fortuna había llevado. Se mostró muy agradecido al recibirlo y no menos sorprendido, porque aunque tenía noticia de la obra, ignoraba, según me dijo, que yo fuese su autor…
Para cualquier amante de la historia, este tipo de testimonios son un tesoro de información, a la vez que de goce estético. Nos permite acercarnos a la vida de esos individuos que el paso del tiempo nos ha ido desdibujando hasta convertirlos en grabados a tinta o simples letras agrupadas para dar forma a un nombre. Gracias a Thompson nos asomamos, como si fuera una virtual máquina del tiempo, a las habitaciones del «Sabio Valle», curiosear entre sus papeles y respirar ese enciclopedismo que tanta desconfianza causaba, irónicamente, en sus contemporáneos. Muchos han apuntado los rasgos negativos de su carácter, hasta hacer de él una caricatura típica del hombre sabihondo y gruñón, altanero hasta la arrogancia y seco de carácter.
Afortunadamente contamos con notas en contrario, como la de Thompson, que nos esboza a un hombre de vastos conocimientos, pero lejos de la arrogancia, dispuesto a compartirlos con quien demuestre interés en ellos. Es un sabihondo entusiasta que inunda a su interlocutor de papeles e información, sin duda arrebatado por la emoción de encontrar buena disposición y curiosidad en el visitante. También nos habla de su carácter más íntimo, sus rasgos generosos, pues comparte con él desinteresadamente lo que tiene y, además, por mano de Thompson, sabemos que mantuvieron amistad a partir de ese día. Imaginamos que por carta. Parte de la biblioteca que asombra al diplomático actualmente se resguarda en la Biblioteca Ludwig von Mises, en la Universidad Francisco Marroquín, y puede ser visitada con cita previa, acordada con el personal de dicha biblioteca. La visita vale la pena, no solo por la oportunidad de curiosear entre los volúmenes de tan insigne intelectual centroamericano, sino también por el entusiasmo del personal de la misma en el momento de guiar la visita, contagiando la alegría y el amor que se tiene por esa importante colección que aún hoy asombra por la complejidad y diversidad de su temática.
Otro dato interesante que nos regala Thompson es que, al día siguiente de su visita a Valle, hace una a la Casa de la Moneda, entonces parte del complejo de edificios del gobierno que encaraba a la Plaza Mayor en su borde occidental, donde actualmente se levanta la Biblioteca Nacional, el Archivo General de Centro América, parque Centenario y el Instituto de Previsión Militar. Allí lo recibe el director, Benito Muñoz, quien lo pasea por las instalaciones del cuño y le muestra las dos máquinas utilizadas entonces para producir la nueva moneda federal y poder retirar de circulación la «macuquina», moneda circulante durante la colonia, y que de todas formas y dimensiones era utilizada hasta ese día. Anota Thompson que la maquinaria utilizada era «un aparato tosco y movido por mulas», y que se estaba estudiando la posibilidad de traer una máquina a vapor, como la que se utilizaba en México.
El tema de la moneda es un asunto interesante y complejo, que va a perseguir y castigar a la economía guatemalteca hasta la creación del quetzal durante la reforma monetaria de 1924. La escasez de plata para producir la propia moneda hizo crónica la falta de este metal circulante en el país, utilizándose todo tipo de equivalentes para poder realizar intercambios comerciales. En el país se utilizó el dólar de plata de los Estados Unidos, el peso de plata de México, el sol de oro del Perú y cuanto metal valioso se encontrara, publicándose las equivalencias en la plaza, para facilitar su intercambio. En otras regiones, poco accesibles, el comercio se realizaba por trueque. Estas arcaicas circunstancias nos pueden ilustrar muy fácilmente de por qué la situación económica y fiscal de Guatemala durante el siglo XIX fue en términos generales catastrófica, hasta que el café logró que se obtuvieran mejores ingresos por exportación, hasta 1897, cuando cae el precio del grano y Guatemala se arrastra a una nueva crisis económica, de la que saldrá apenas dos décadas después.
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