EL SEÑOR PRESIDENTE: REALIDAD Y FICCIÓN (II)
Autor: Rodrigo Fernández Ordoñez
En la entrega anterior nos aventuramos a decir que el ataque y saqueo de la casa del general Canales bien pudo provenir de los hechos sabidos y publicados en 1931 por el señor José Ramón Gramajo, relativos a la orden dada por el presidente de la República, general José María Reina Barrios, de allanar la casa de un importante político quezalteco, Feliciano Aguilar, para incautarse de todos sus papeles y dar a conocer a los participantes en la Revolución de Occidente, que estalló en esa región del país a mediados de 1897, al conocerse la prórroga del periodo presidencial de Reina Barrios, invalidando las elecciones convocadas en enero de ese mismo año.
Relata Asturias sobre el saqueo de la casa del general Canales: «Vásquez cortó los alambres de la luz eléctrica al subir al techo, corredores y habitaciones eran una sola sombra dura. Algunos encendían fósforos para dar con los armarios, los aparadores, las cómodas. Y sin hacer más ni más las registraban de arriba abajo, después de hacer saltar las chapas a golpe vivo, romper los cristales a cañonazos de revólver o convertir en astillas las maderas finas. Otros, perdidos en la sala, derribaban las sillas, las mesas, las esquinas con retratos, barajas trágicas en la tiniebla, o manoteaban un piano de media cola que había quedado abierto y que se dolía como bestia maltratada cada vez que lo golpeaban» (p. 86). El capítulo XI, titulado «El rapto», es, para mi gusto, uno de los mejor logrados de la novela, donde se transmite mejor el ambiente imperante en esa Guatemala de atmósfera densa y donde todos los personajes parecen estarse moviendo lentamente, como debajo del agua.
Estos hechos, aunque relatados por Asturias durante el periodo en que escribió y reescribió la novela al menos nueve veces, que ocupó su trabajo literario desde 1922 hasta 1931, en que decidió poner punto final a la obsesiva revisión, fueron recogidos por Gramajo en la edición de su libro, de 1931, lo que nos permite aventurar que no fue la fuente de la cual Asturias tomó la escena, pero sí que los hechos fueron conocidos y repetidos lo suficiente para que llegaran a sus oídos. Es el momento en que se despide de Guatemala para irse a estudiar economía en Londres. Tenía 22 años. Del relato de Gramajo tomamos esto: «El objeto de Reina Barrios, al saquear el escritorio del licenciado Aguilar, era averiguar quiénes podían ser los principales comprometidos en la revolución (…) la casa de don Sinforoso también fue saqueada por el mismo Soromeño, quien no respetó ni el estado de gravedad en que se encontraba doña Amelia (esposa de don Sinforoso), quien después, en su restablecimiento, al pedir un poco de agua, su hija Alicia se la llevó en una pequeña tacita y, como la señora pidiera en mayor cantidad, la tierna niña le dijo que solamente esa tacita habían dejado los hombres que habían llegado a llevarse los objetos de la casa» (p. 23-25).
No pretendemos aquí restarle méritos a la imaginación de nuestro admirado escritor, sino más bien señalar aquellos hechos históricos que bien pudieron haber inspirado ciertas escenas clave de su magnífica novela (que mejora con cada lectura que se hace de ella). Lo hacemos con el mismo espíritu lúdico que el propio Asturias, quien, al abrir su Week-End en Guatemala escribe, a manera de epígrafe, esta hermosa frase: «¿No ve las cosas que pasan?… ¡Mejor llamarlas novelas!». Con esto queremos aclarar que apenas estamos sugiriendo escenas reales o hechos de la vida real, que pudieron haber detonado la magistral mente de Asturias, para ir tejiendo las escenas de su novela, tomando cosas de su memoria, de las conversaciones con los amigos, de sus intercambios epistolares con su madre y de las historias contadas en las calles o cantinas durante su vida en Guatemala o de los exiliados guatemaltecos en Europa.
No queremos tampoco sugerir una lectura exclusivamente histórica de la novela de Asturias, puesto que su intención es claramente literaria: es decir, tomarse licencias, agrandar algunos hechos, minimizar otros, denunciar una dictadura y la corrupción moral de sus colaboradores, los espías, los chismosos, los aduladores, todos esos personajes que hacen que una dictadura sea posible. En su dimensión política, la novela es una clara denuncia de toda una sociedad que acepta al dictador en tanto obtenga un provecho de él: «Por los señores que salían a pasear el desayuno para hacerse el hambre del almuerzo o a visitar a un amigo influyente para comprar en compañía, a los maestros hambrientos, los recibos de sus sueldos atrasados, por la mitad de su valor» (p. 19). Pequeño fragmento que también nos remite a las ruinosas condiciones en que quedó Guatemala después del asesinato del general Reina Barrios, en una calle de la ciudad, la noche del 8 de febrero de 1898, y que llevó a que después de muchos gastos y un gran endeudamiento, para terminar el ferrocarril del norte, para celebrar la Exposición Centroamericana, o para movilizar a catorce mil hombres para controlar los levantamientos de Occidente en septiembre, y en Oriente en octubre, ambos de 1898, dejaron al país en la completa ruina económica.
No es casualidad que la novela arranque entre la miseria de los mendigos que pululaban por el Portal del Señor (edificio sede de la municipalidad y tiendas de árabes) y el mercado central, ubicado a espaldas de la catedral, y que la referencia urbana sea siempre la fealdad de una ciudad chata, sucia, polvorienta, rodeada de barrancos, donde, como hoy, rebalsa la basura. Es una ciudad en la que la vida transcurre muros adentro, los balcones de pechinas de piedra tallada y balcones de hierro apenas dejan intuir los movimientos de los cortinajes de las grandes salas que protegen. Fuera hay pobreza y crimen, y policía uniformada y policías secretos; hay delaciones, prostitutas, criminales que se alquilan para el Gobierno, esbirros que matan en nombre del señor presidente y a los que las pesadillas atormentan luego, como a Miguel (Cara de Ángel) que no sueña, sino que sufre de pesadillas cuando duerme: «Por mirar los alambres del telégrafo pierde tiempo y de una casucha del callejón del Judío salen cinco hombres de vidrio opaco a cortarle el paso, todos los cinco con un hilo de sangre en la sien» (p. 218). En una directa alusión a los jóvenes que atentaron contra la vida de Estrada Cabrera, enterrando una bomba que estalló, pero que no logró asesinar al dictador, y tras una real cacería humana morirían suicidándose los cinco en el techo de una casa allá por el barrio de la Candelaria, el mismo en donde discurrió la infancia de nuestro admirado premio nobel.
Se mezclan en su obra realidad y ficción, imaginación e historia, y así es como debemos leerla, apenas echando mano a algunas notas que, como las que he esbozado en estas dos entregas, nos permitan gozar de su narración un poco más, si esto es posible. ¡Feliz lectura!
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