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Lecciones y guías didácticas

El segundo fracaso revolucionario

Patrulleros de Autodefensa Civil revisan los documentos de identificación de un transportista en una carretera rural de montaña en Huehuetenango. Guatemala, septiembre de 1982. Fotografía de Robert Nickelsberg/GettyImages.

Contenido

«El Ejército y el Estado no pueden ni deben convertirse en defensor, custodio o protector de intereses particulares o de grupo, ya sean religiosos, sociales, económicos o políticos».

Mejía Víctores, jefe de Estado de Guatemala

La primera mitad de la década de 1980 trajo consigo el segundo fracaso de las organizaciones revolucionarias en el país. Con el EGP casi desarticulado, el Ejército se enfocó en continuar la guerra en el suroccidente del país para debilitar a la ORPA. A esta nueva estrategia, se sumó la llegada de Mejía Víctores al poder, quien dirigió a las fuerzas armadas a enfocarse en la conducción de la guerra y dejar a un lado las fichas del tablero político. Estos factores, junto a los conflictos internos entre las organizaciones revolucionarias, llevaron al fracaso de la segunda generación de guerrillas en el país. 

La guerra en el suroccidente de Guatemala

Una vez se consideró desarticulado al EGP en la zona del altiplano occidental, la campaña militar se redirigió a la región suroccidental, bastión de la ORPA. La base principal de esta organización revolucionaria se situaba en San Marcos y las faldas de los volcanes Tacaná y Tajumulco. El Ejército acordó crear el Teatro de Operaciones Sur Occidental —TOSO—, que se extendía por Retalhuleu, Suchitepéquez, San Marcos, Quetzaltenango, Totonicapán y Sololá.

El año 1983 inició con la aplicación del «Plan Firmeza 83». Su propósito fue proteger a la población civil, continuar la presión operacional, organizar comandos y ampliar la estructura militar. Todo esto debía suceder al mismo tiempo que en el TOSO se lanzaba una ofensiva en contra de los bastiones reconocidos de la ORPA. Durante este despliegue militar, la concepción táctica cambió. Las tropas permanecían en el campo por largos periodos, siguiendo la estrategia de «ofensiva total». Con este nuevo planteamiento, el Ejército logró llevar «la presencia militar a la misma profundidad de la sierra, hasta ese entonces [...] retaguardia inviolable, y desplegó muchas unidades en fina coordinación [...] con la finalidad de buscar contacto con la guerrilla. [...] un cerco que nunca habían tenido antes» (Palma Lau 2010, 35).

El comandante Pancho plasma en sus memorias, Sierra Madre, la visión que la ORPA tenía de su enemigo: «El ejército de Guatemala era considerado por los mismos vietnamitas como el mejor ejército contraguerrillero de América. Incluso a aquellas remotas latitudes llegaba la fama de los kaibiles. [...] los mandos militares guatemaltecos decían: “Nosotros tenemos nuestra propia escuela y no seguimos la escuela gringa, porque esto sería un enorme fracaso como en El Salvador”» (Palma Lau 2010, 23).

Mientras tanto, las operaciones de inteligencia desbarataban el frente urbano, restándole el vital apoyo que esta estructura prestaba a las fuerzas de combate en el campo. En estas condiciones, la ORPA fue replegándose a zonas remotas, dado el estrecho cerco que levantó el Ejército a su alrededor, limitando al máximo sus movimientos.

La llegada de Mejía Víctores

El 8 de agosto de 1983, Ríos Montt fue informado de que el ministro de la Defensa, general Óscar Humberto Mejía Víctores, había convocado a una reunión a todos los comandantes de las bases militares. Ante los insistentes rumores de un golpe de Estado que se estaba fraguando, Ríos Montt decidió llegar de improviso a la Brigada Militar Guardia de Honor para enfrentar a sus comandantes militares. El presidente preguntó a cada uno de los asistentes su opinión y todos le confirmaron su apoyo a la decisión de que Mejía Víctores se convirtiera en jefe de Estado. Ríos Montt respondió que el puesto estaría a su disposición y se retiró. A las 3 de la tarde, tomó juramento Mejía Víctores.

Para Ríos Montt, la realidad política se había complicado. Su negativa a dar una fecha para la convocatoria de las elecciones que había prometido generó temor a que pensara quedarse los cuatro años en el poder. Sumado a esto, la instauración de los Tribunales de Fuero Especial dejó un ambiente de incertidumbre en la población, pues habían sumado alrededor de 14 fusilamientos. A esta inestabilidad, también contribuyeron las prédicas dominicales del presidente y su incapacidad de separar su fe religiosa de su quehacer como gobernante. Por último, la constante intromisión de la «juntita» en asuntos en los que carecía de experiencia llevó en junio de 1983 a las bases militares del interior del país a un movimiento militar tras el cual los comandantes exigieron a Ríos Montt su disolución inmediata.

El nuevo golpe de Estado fue llamado oficialmente un «mero relevo de mando» y el ascenso a la jefatura de Estado le correspondió a Mejía Víctores por condiciones del escalafón militar. El mensaje del nuevo mandatario fue que «el Ejército y el Estado no pueden ni deben convertirse en defensor, custodio o protector de intereses particulares o de grupo, ya sean religiosos, sociales, económicos o políticos». Además, prometía «luchar por todos los medios para erradicar la subversión marxista-leninista».

El acto de toma de posesión de Mejía Víctores tuvo un alto grado de simbolismo, puesto que asumió el cargo de jefe de Estado, no de presidente de la República, y conservó la cartera de ministro de la Defensa Nacional. Además, lo invistió el presidente del organismo judicial. Finalmente, el acto no se llevó a cabo a puerta cerrada, sino en el Salón de Recepciones del Palacio Nacional. Las acciones del nuevo gobierno liderado por Mejía Víctores consistieron en lo siguiente:

restablecer y garantizar la libre emisión del pensamiento y derogar la ley que creó los tribunales de fuero especial. Se confirmó en sus cargos a los recién nombrados magistrados del Tribunal Supremo Electoral, se les otorgó iniciativa de ley en materia electoral y se les dio el respaldo político y económico para organizar el proceso de retorno a la institucionalidad democrática. (Díaz Durán 2006)

Es importante mencionar que también existió una razón de carácter puramente militar para desplazar a Ríos Montt. Durante una gira que un grupo de altos oficiales del Ejército realizó a las zonas en conflicto, se percataron del descuido en la dirección de la guerra por parte del Gobierno, mucho más interesado ahora en el ejercicio del poder. Los miembros del Ejército destacados en las áreas de conflicto empezaron a dudar de la necesidad de un gobierno militar y propusieron que las fuerzas armadas debían enfocarse en los asuntos de la guerra. El relevo del mando permitió que la guerra regresara a ser una prioridad para el Ejército, que se preparó para ejecutar los planes de campaña llamados «Reencuentro Institucional 84» y «Estabilidad 85». Según la nueva visión, la transición del poder hacia la democratización era un componente más de la estrategia contrainsurgente.

La guerra contrainsurgente en el espacio urbano se dirigió hacia el PGT en sus diversas facciones. Fue clave la captura del militante Carlos Humberto Quinteros García en octubre de 1983. Desde el inicio, accedió a colaborar con las fuerzas de seguridad y su participación en la reconstrucción de la estructura del PGT-PC garantizó la total aniquilación de la organización. Quinteros delató a sus compañeros, señaló colaboradores, descubrió casas de seguridad, entregó armas, dinero y archivos, y pasó a formar parte de la unidad que ejecutaba los operativos.

De esta manera, «para 1985 las fuerzas guerrilleras habían sido significativamente debilitadas. Los ejércitos guerrilleros, ahora a la defensiva, fueron obligados a operar en zonas cada vez más remotas. La Comandancia General se trasladó a la ciudad de México» (Kruijt 2009, 71).

Las masacres y la tierra arrasada

Uno de los más graves errores de la guerrilla fue dar la impresión de tener más fuerza militar de la que tenía en realidad. Esto provocó que el Ejército tuviera una imagen distorsionada y exagerada de las capacidades guerrilleras.

El despliegue militar en las áreas de operación del EGP encontró una situación en la que la población había sido movilizada y organizada para ocupar el lugar que el EGP le había asignado en el marco de la guerra popular prolongada:

La gran mayoría de población indígena del altiplano participaba en la guerra de una u otra manera. Generalmente se formaban organizaciones paramilitares [...] así como se proveía de ropa y alimentos a las unidades guerrilleras [...]. Asimismo la población indígena empezó a colaborar en grandes operativos guerrilleros. (Brett 2007, 66)

En este punto de la guerra, la lucha entre el Ejército y el EGP se dio en el seno de las comunidades indígenas del área. Por un lado, el Ejército desarrolló campañas militares para limpiar la zona de toda actividad guerrillera. Por otro, el EGP trató de impedir que se diera dicho desplazamiento y aumentó la presión sobre la población. El clima era extremadamente violento. El Ejército realizaba batidas indiscriminadas en las poblaciones de la zona para que el miedo a sus represalias pusiera a la población de su lado, y el EGP llevaba a cabo ajusticiamientos de los colaboradores. Asimismo, arrasaba con aldeas que se negaban a prestarle apoyo.

Según el planteamiento estratégico del EGP, la insurrección popular dependía del hartazgo de la población frente a la represión de las fuerzas de seguridad estatales. Por esta razón, las masacres cometidas por el Ejército eran exactamente lo que el EGP quería para llamar a la insurrección general. Lo que no entró en los cálculos de la organización guerrillera fue que la brutalidad de la reacción de las fuerzas armadas sofocaría todo intento de insurrección y que la población se pasaría del lado de quien la pudiera proteger mejor.

Este es el contexto de las masacres cometidas en el altiplano occidental y que, según recuentos oficiales, alcanzaron un estremecedor número de 642 poblaciones arrasadas. Como no contamos aún con los documentos del Ejército que expliquen la razón táctica o la visión estratégica que pudieron tener los ataques, y como tampoco el EGP entregó sus archivos, solo contamos con fragmentos de información difíciles de interpretar.

Una de las circunstancias que más desconcierto causan es la relativa apertura del Ejército a la presencia de periodistas en las áreas de operación. Si la intención de las fuerzas armadas hubiera sido perpetrar un genocidio para borrar del mapa a la totalidad o a una gran parte de la población ixil, la presencia de periodistas carece absolutamente de lógica. Las limpiezas étnicas, como en el caso de las guerras balcánicas, se realizan en total secreto. Con respecto al genocidio, Gustavo Porras dio su perspectiva en una entrevista realizada por Dina Fernández (2008):

Para mí, sería lo más fácil del mundo, y políticamente correcto, sumarme sin más a las acusaciones del genocidio cometido contra la población indígena, pero la realidad es que no fue así. En el genocidio, lo constitutivo del delito es la intencionalidad, que es exterminar a un pueblo [...]. Lo que hubo aquí fueron acciones de genocidio (35).

Para Mario Roberto Morales, militante de la ORPA, las masacres fueron acciones fomentadas por la guerrilla. De forma irresponsable, el EGP repitió la fórmula fatal que arrasó a las organizaciones sociales rurales y urbanas en Guatemala en la década de los setenta. En el caso del campo guatemalteco, involucró a la población en sus estructuras, las organizó para que participaran en el esfuerzo bélico y, ante la brutal represión, las abandonó a su suerte.

La disidencia en las organizaciones militares revolucionarias

Un último aspecto que es necesario tratar para entender el sorprendente debilitamiento de las guerrillas guatemaltecas tiene que ver con la disidencia interna. Las organizaciones revolucionarias no tenían espacio para el debate. Rígidamente jerarquizadas y centralizadas, los comandantes ejercían un control autoritario sobre las estructuras, ahogando los disensos y cerrando los espacios de discusión. Esta rigidez en la estructura de las organizaciones no era el único problema, también la desconfianza entre militantes tuvo resultados negativos. Se espiaba a todos, causando un ambiente de creciente hostilidad y desconfianza entre los compañeros, que estaban también sometidos a una gran presión por el miedo a las fuerzas de seguridad.

La retórica revolucionaria de la época había roto con la democracia, abrazando únicamente los postulados militaristas. Sin embargo, ante la evidencia de la imposibilidad de acceder al poder por la vía de las armas, y ante el hecho de que la insurrección popular no se había dado, muchos militantes de la URNG se replantearon el sentido de la lucha revolucionaria. En consecuencia, militantes históricos rompieron definitivamente con la ORPA y el EGP para fundar una nueva organización que llamaron «Octubre Revolucionario». Esta planteaba la opción electoral como salida viable de la revolución, además del agotamiento del modelo de lucha armada.

La vida política de Octubre Revolucionario fue relativamente breve; en enero de 1993, su fundador, Mario Payeras, anunció su disolución oficial. La organización no logró superar la etapa de la inmadurez y sucumbió ante la agudización de las ambiciones y de los proyectos individuales. Al parecer, era más importante la posición compartida de rechazo a la dirigencia tradicional de la URNG que el propio programa político que no lograron hacer despegar.

Referencias

Brett, Roddy. 2006. Movimiento social, etnicidad y democratización en Guatemala,  1985-1996. Guatemala: F&G Editores.

Díaz Durán, Fernando Andrade. 2006. «El legado político del 8 de agosto de 1983. En dos entregas». elPeriódico, 4 de agosto del 2006.

Kruijt, Dirk. 2009. Guerrilla: guerra y paz en Centroamérica. Guatemala: F&G Editores.

Palma Lau, Pedro Pablo. 2010. Sierra Madre: Pasajes y perfiles de la Guerra Revolucionaria. Guatemala: F&G Editores.

Porras, Gustavo. 2008. Gustavo Porras conversa con Dina Fernández. Guatemala: Ediciones Alternativas del Centro Cultural de España.

Este contenido ha sido creado con fines didácticos para profesores y estudiantes.

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    1 La Guatemala de los sesenta
    2 El fortalecimiento de las fuerzas de seguridad
    3 El proceso de radicalización de la Iglesia
    4 La primera generación de guerrillas
    5 La contrainsurgencia
    6 Las voces críticas entre los revolucionarios
    7 El terremoto de 1976
    8 La reorganización de las guerrillas y de los movimientos de masas
    9 La matanza de Panzós
    10 Los actores internacionales: entre el miedo y el optimismo
    11 La violencia en el gobierno de Lucas García
    12 El incendio de la Embajada de España
    13 Las guerrillas de segunda generación
    14 Los movimientos campesinos y el indigenismo
    15 Los indígenas y la revolución
    16 La guerra popular revolucionaria
    17 El golpe de Estado a Lucas García
    18 La cofradía
    19 La nueva estrategia de Ríos Montt
    20 El segundo fracaso revolucionario
    21 La Unidad Nacional Revolucionaria Guatemalteca
    22 Llega la democracia
    23 Las amenazas a la democracia
    24 El largo camino a la paz
    25 El serranazo
    26 El fin del enfrentamiento armado interno

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