MOBY DICK, DE HERMAN MELVILLE: REALIDAD Y FICCIÓN (I)
Autor: Rodrigo Fernández Ordóñez
Como lector, uno podría dejarse llevar por el prejuicio generalmente imperante entre la gente que no lee, de que hay libros para ciertas edades. De acuerdo con este criterio, existen obras cumbre de la literatura que, si no se leyeron a cierta edad, ya no deberían leerse, por el riesgo de que a uno le pueden parecer insulsas, infantiles o simples.
Al parecer, este juicio es el que se cierne sobre la magnífica novela Moby Dick, a quienes muchos tildan de una novela de aventuras, propia para el lector adolescente que sueña con comerse al mundo, y poco apropiada para quien, superada la guerra de las hormonas, se adentra en el «mar de la tranquilidad» de la vida adulta. Sin embargo, esta opinión se vuelve imposible de sostener, una vez que el lector de cualquier edad haya tomado el grueso volumen en sus manos. La complejidad de la narración de Herman Melville vuelve el argumento de la lectura adolescente en una bandera de ignorancia, y obliga al lector a estar atento al prodigioso ejercicio de reconstrucción histórica que su autor hace a medida que se avanza en la lectura.
Para quien esto escribe, Moby Dick tiene por lo menos tres lecturas claramente definidas, independientemente de quien, con más imaginación que yo, encuentre otro montón de aproximaciones. A mí me interesa principalmente la lectura histórica de la novela, pues en todas las páginas del libro se va reconstruyendo la vida, las costumbres y diversas circunstancias de los marinos originarios de Nueva Bedford, cuya fortuna se fundamentaba en la caza de las ballenas en altamar para extraerles el aceite. Atendiendo únicamente a las descripciones históricas que nos legó Melville, la novela nos permite revivir esa época de largos viajes a mares ignotos, en persecución de criaturas gigantes, a las que había que derrotar para lograr arrancarles esa burbuja de aceite de valor incalculable, que portaban en sus respectivas cabezas. Nueva Bedford y Nantucket eran, por hacer una comparación muy torpe, pero ilustrativa, una suerte de principados árabes, que controlaban buena parte del mercado del combustible en una era en que las máquinas empezaban a desarrollarse para alimentar a la Revolución Industrial. Quien mejor ha ahondado en este aspecto histórico es Phillip Hoare, que estudia, con milimétrica pasión, la novela en su Leviatán o la ballena, elaborando un fascinante texto, en el que mezcla viajes, investigación y arqueología.
La novela parte de una premisa aparentemente sencilla. Un joven, que de entrada pide que le llamemos Ismael, llega a los fríos muelles de Nueva Bedford, para engancharse en la tripulación de alguno de los barcos que se preparan para zarpar en busca de ballenas. El joven logra colocarse en el barco Pequod, de características algo particulares, comandado por un misterioso capitán de nombre o apellido más bien exótico: Ahab. De ahí en adelante se relata la vida de Ismael a bordo del barco y las incidencias de los balleneros en aguas lejanas y en viajes que bien podían durar de dos a tres años. Después de un incidente con una ballena blanca, el autor nos empuja a la parte final del libro. En el medio, torrentes de información de la vida en los barcos balleneros norteamericanos del siglo XIX, clasificación de las ballenas y su importancia según el botín que se les logra extraer, descripciones maravillosas de la cacería de los gigantes marinos (muy antiecológicas hoy), estudio social de las categorías y estructura de la tripulación a bordo, los mecanismos de disciplina y un largo etcétera, que hacen que la novela no sea del todo comprendida por el lector que se asoma a este gigante literario a la temprana edad de los quince años.
Una segunda lectura puede ser la que haría el adolescente que recibe el libro como regalo o tarea en las clases de literatura en el colegio: la lectura desde la aventura del joven Ismael. Porque el lector adolescente, sin menospreciar sus intereses dictados por la edad, claro está, por supuesto se va a interesar por las páginas más vibrantes de la novela, aquellas en las que los gigantes arponeros lanzan su arma a los lomos de los animales y desatan todo el mecanismo, cuidadosamente armado, de los hombres a bordo de las frágiles lanchas que buscarán cansar y agotar a la ballena antes de proceder a matarla. Pero el lector adolescente se perderá, y presumo que se aburrirá, con las reflexiones de Ismael, que, con ojos despiertos y mente atenta siempre, cuestiona y evalúa cada una de las acciones de abordo, poniendo en tela de juicio todo lo que se hace dentro de esos barcos que eran a la vez factorías en las que se acumulaban los barriles del precioso aceite. Las valoraciones morales se vuelven más importantes a medida que el lector puede darle una lectura mucho más amplia a la novela, valorando cada uno de sus elementos.
Esta lectura desde la aventura es quizá la más importante puerta de entrada para que el lector posterior pueda regresar a la novela a descubrir o redescubrir nuevos aspectos que antes se hayan dejado a un lado. Si a los quince años la novela nos deja ese sello imborrable de los buenos momentos que nos regaló, el regreso posterior, quizá desde la nostalgia, quizá desde la fascinación por algunas escenas, nos pueden brindar nuevos momentos de placer intenso, logrando construir en la mente ese fascinante entramado de virtudes y debilidades humanas que es el trasfondo general de Moby Dick. El que esto escribe tuvo su primer encuentro con la novela ya en la edad adulta, por lo que el aspecto de aventura no se disparó en la mente como el más importante, aunque otras lecturas previas a la edad justa como Robinson Crusoe y La isla del tesoro, no permitieron que las escenas más vibrantes del libro pasaran indiferentes. En cambio, por oficio e interés, me incliné a la valoración histórica de la novela, acompañado de Phillip Hoare, en una lectura y luego, tiempo después, acompañado de Nathaniel Philbrick. Sobra apuntar que cualquier otro libro que cae en mis manos y que aborde el tema de los barcos balleneros del siglo XIX pase a integrar el estante de mis libros favoritos, aunque solo toque de manera más que tangencial la trama del querido Moby Dick.
Aunque algunos críticos han insistido en su carácter de novela de formación, por la manera como Ismael narra absolutamente todo el acontecer, importante o sin importancia, de la misma, creo que no le hace justicia del todo, sobre todo por la dimensión universal que logra alcanzar a medida que va avanzando el Pequod en las aguas del Pacífico y la enigmática ballena blanca va adquiriendo un claro valor simbólico para todos los que, a bordo del ballenero, ven apresurarse el encuentro entre el obsesionado capitán Ahab y sus socios polizones, que se descubren una vez el barco está en alta mar y la ballena escurridiza los arrastra hasta la inmensidad solitaria del océano.
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